HUMANA-DIVINA MENTE

No estoy muy lejos de la verdad si afirmo que las artes y la filosofía no habrían sido posibles si los consumados ciudadanos griegos no hubiesen trastocado el Olimpo, moldeando a sus Dioses; pues aquellos fueron los verdaderos creadores de ese linaje esplendoroso. Hechos a la medida de su conveniencia civil, y consecuentemente absueltos desde el principio, el escenario quedaba dispuesto para la actuación de los diferentes dramas o comedias, probándose el disfraz más oportuno y las más variadas máscaras.

Lo que sí está lejos de la verdad es que los ciudadanos griegos, al temer el caos que imperaba en el Olimpo y que se corporizaba en Dioses injustos y feroces, en contraposición, para liberarse de esa incertidumbre, no tuvieran más remedio que comportarse en el mundo como mejor les placiera, con todos sus apetitos y en contraposición apurada a sus deficiencias. Pues, hasta donde se sabe, sus sacerdotes, en la tierra, se encargaban de perfeccionar el humanismo de las deidades del Olimpo, con toda la parafernalia predispuesta para el desahogo existencial. No pertenecían a una casta represora dirigida por un Estado Sacerdotal que vigilaba que sus ciudadanos no se apartaran de los preceptos oficiales, lo único que los regía era el caos de la realidad, facilitado por los dioses permisivos.

Los Estados Sacerdotales, como por ejemplo el de la Cultura Moche en Perú, infligían un control omnipresente sobre sus súbditos; las artes debían servir a los fines del Señor Gobernante y a su ideología, y sus artesanos iban a escuelas donde se les adoctrinaba, y sus talleres estaban siempre dentro las esferas de los edificios públicos. Los Dioses no revestían rasgos humanoides, más bien sumaban a su personalidad y a sus características las fuerzas y peligros de la naturaleza, los que el hombre no había podido doblegar, convirtiéndose en seres sobrehumanos y todopoderosos. Estos eran entonces los responsables de mantener la armonía existencial: eran quienes provocaban los fenómenos naturales y eran capaces de detener los desastres, los que propiciaban la lluvia para fecundar los campos y quienes procuraban las estaciones del año. Una armonía que era lograda irrestrictamente por los Sacerdotes Guerreros; toda tribu que era conquistada y anexada, debía, pacíficamente, destronar a sus propios dioses y adoptar al Magnánimo Todopoderoso que los cobijaba ahora bajo su sombra, debiendo otorgársele a cambio sólo obediencia y sumisión perpetua. Y todo esto se posibilitaba solamente con un autoritarismo unitario que uniformizaba y vigilaba a todos con el mismo ojo, para asegurarse así el control cabal de los gobernados.

Mientras tanto, los dioses del Olimpo, a parte de ser múltiples y variopintos, se dedicaban a vivir la dolce vita, entre responsabilidades cumplidas y por cumplir, entre bendiciones y maldiciones a favor y en contra de sus favorecidos y desfavorecidos hijos terrenales. Era una religión, por así decirlo, democrática, el ciudadano griego podía elegir el dios de su conveniencia; pero ni aún así podía estar seguro del cumplimiento o satisfacción, pues el carácter temperamental de sus gobernantes desequilibraba también al Olimpo, la reyerta entre dioses a causa de un fiel invasivamente favorecido era asunto común ante la Corte de Zeus.

Estos Dioses imprevisibles y filibusteros ni siquiera tenían el mínimo interés por el destino de los hombres, sino recordemos la afición por los oráculos, los que no sólo eran consultados por los encumbrados gobernantes de la Grecia Antigua, sino también por un simple ciudadano desorientado a causa de su porvenir, y cuya fama se sustentaba en la certeza de sus pronósticos y no en la obediencia inconsulta a causa de una religión rectora; al mismo estilo de una empresa de servicios de la sociedad moderna, alabada o denostada por los usuarios a causa de su efectividad.

Por eso no se puede decir que el Olimpo era controlador, menos castigador, los Dioses Griegos estaban muy ocupados en sus componendas y artilugios y de esa manera permitieron que sus súbditos, los ciudadanos griegos, recrearan su propio mundo a la medida de sus limitaciones y anhelos, ascendiendo a los cielos a los dioses que no se opusieran a sus urgencias, a los que más se asemejaran a ellos. Consecuentemente cuando los dioses autoritarios no pudieron frenar algún desastre natural, o no lograron salir vencedores de una guerra, empezaron a mostrar su flanco vulnerable, trayéndose abajo sociedades enteras, como por ejemplo en el ocaso de la Cultura Moche, la que fue menoscabada y destruida por lluvias torrenciales. En el caso de los dioses humanizados, a pesar de los siglos, aún nos siguen iluminando desde los textos clásicos gracias a su mejor artificio, la permisividad.

En la India, los dioses también acumularon a su conformación las características de la naturaleza indomable o del designio misterioso; pero como sus colegas griegos se multiplicaron en un abanico amplio de posibilidades para sus súbditos, haciéndolos accesibles, aunque no humanizados. Sin embargo, los rituales que sus fieles les debían eran metódicos y conspicuamente espiritualistas, de tal manera que la mente divinamente humana tuvo que confabular un equilibrio reparador; entonces eligió al dios mayor, Bhrama, lo encarnó en hombre y lo revistió de virtud para obtener el triunfo sobre el demonio, salvando a su esposa Sita del adulterio y poseyéndola en carne y goce sólo para sí. Valmiki fue el poeta encargado de entretener y confundir a los brahmanes o maestros vedas de la legendaria India, usando sus artificios poéticos, disimulando el espíritu convenidamente laico entre las peripecias de Rama en el Ramayana, para que estos no se vieran sorprendidos por una desnaturalización de la religiosidad; de esa manera se cumplía con Dios, pero sin descuidar lo que verdaderamente servía para la existencia: la realización de la carne. Valmiki, se puede asegurar, no se enfrentaba a un grupo de encendidos e intolerantes ministros de dios; pues gracias a la multiplicación de las deidades, ya se habían asegurado ciertas licencias, cierto descontrol, entendido esto último como la antonomasia del autoritarismo unificador de las religiones controladoras y represivas. Como ejemplo de lo que se acaba de afirmar, traigamos a cuenta al Kamasutra, ese compendio y libro guía de las más esforzadas y logradas técnicas orgásmicas que pudo convivir perfectamente no sólo con los textos sagrados, sino que nació de las mismas esferas de la divinidad.

Distinta fue la labor de Dante Alighieri, porque el poeta florentino elucubró y escribió “La Comedia” en pleno campeo clerical y bajo el gobierno de un dios monoteísta, unificador y consecuentemente controlador, lo que fue muy bien aprovechado por los reguladores de la Edad Media, el Vaticano y su séquito de sacerdotes omniscientes, para universalizar su autoritarismo y acabar con el libre pensamiento, la inventiva artística o la inocua satisfacción de la carne; para eso allí estaba: La Santa Inquisición. Por eso es que la labor de la mente humana consistió en dar apariencia de castigo absoluto al texto de la Comedia y lo sobreabundó de fuego, pozos oscuros y salidas imposibles, en el cada vez más seguro descendente espiral hacia los profundos infiernos. Allí estaba el poeta, predicando las leyes sagradas y aleccionando a los condenados insalvables en las esferas infernales, ganando las almas de los lectores a través de su Comedia en una aparente proyección de la labor eclesial. Pero con lo que no se contaba es que el poeta de marras empleara una simple y poderosa figura simbólica para no sólo traerse abajo los infiernos, sino para abrirle el Cielo a él, el más impenitente pecador, y sólo por haber amado con estoica pasión a la carne, a una mujer, a su amada Beatriz. La de Dante es la más grande sacada de vuelta, finísima y convicta, en la historia de la batalla de la mente humana en contra de la mente divina. Quien dio el primer paso para esta afrenta, fue ese gran filósofo Dante Alighieri, quien con potentísimo disimulo tramó la desnaturalización de lo divino, fue el primero en aprovecharse de la realidad dislocada para hacer danzar a Dios en el baile que al poeta mejor le convenía.

La mente humana ha confabulado, como hemos visto, desde el principio de la cultura y de la civilización, incansablemente, en contra de la imposición de la mente divina, y en el caso de los griegos y de los hindúes se pudo establecer una convivencia que, siempre bajo un proceso de humanización de lo divino, ha logrado un equilibrio que ha permitido la libertad y su inventiva.

Con el renacimiento, llegó el siglo de las luces que alumbró la mente humana con un destello renovado y distinto, levantando fuegos desde el foso donde lo había confinado el poder eclesial. De allí en adelante, y por un buen tiempo de desquite, los textos literarios se vieron plagados por la sensibilidad humana y toda la urgencia de la naturaleza y la lógica, pero entrelíneas la mente divina nunca se fue, siempre convalecía, y a veces en tiempos cortísimos y muy espaciados, aparecía para contaminar hasta toda una historia de largo aliento, acompasándola. Así se desenvuelve, por ejemplo, la consciencia de Levine en Ana Karenina de Tolstoy, entre preocupaciones políticas para una justa distribución de la riqueza a favor de sus peones y un amor conflictivo por Kitty, sus divagaciones son sobre la inserción de la divinidad, sin ofender la lógica, en una realidad imperfecta que es su trasfondo. Ahora la mente humana no tiene reparos en recriminarle a Dios, si su presencia en la realidad ofende a la inteligencia.

Mucho más tarde, con la Época Moderna, el hombre comenzó a ganar nuevos y mayores bríos sobre el escenario de sus propias peripecias; la idea de Dios fue flotando, alejándose de a pocos desde la más contundente y cada vez más real corteza terrestre, y ascendió como a su naturaleza corresponde, esfumándose como un vapor en la amplitud del firmamento. Entonces hay unos virajes sustanciales en la percepción del transcurrir de la vida y de las acciones, expatriados de la tierra, Dios y su intemporalidad, el hombre, ahora, conoce su propia inventiva, y lucha en contra de su nueva muerte, la marcación del reloj, la temporalidad. Esta temporalidad no viene por sí sola, sino que a la manera de la religión de épocas pasadas tiene sus propulsores, quienes aparecen en los textos para recordarnos de su existencia, de la imposibilidad de su dominio y de la urgente doblegación ante ella. Pero no se da una doblegación pacífica, pues el género humano se honra con sus acciones y luchas.

Los drásticos actores de la temporalidad que aparecen, con algunas variaciones, en los textos literarios son: los gobernantes, los jefes y los padres. Como ejemplo de los gobernantes, recordemos al dictador de la novela de mi compatriota Mario Vargas Llosa, “La Fiesta del Chivo”, Rafael Leonidas Trujillo, quien entrampa en una temporalidad escalofriante a ese grupo de conspiradores que planean asesinarlo, es una carrera de estos en contra de sus vidas que saben que son pasajeras y que por lo menos deben ser acabadas con libertad y honor. Recordemos, además, que en toda la obra novelística de Vargas Llosa, los propulsores del tiempo son un leitmotiv casi constante, y son los que siempre estarán limitando la vida de los demás personajes, como es en el caso de su primera novela, “La Ciudad y los Perros”, donde la presencia del padre, quien viniendo del pasado y enmarcándose en el presente, contamina y perturba la tranquila niñez de Alberto.

Como ejemplo de los jefes, cedámosle tribuna a la primera gran novela de Franz Kafka, “América”, donde el escenario neoyorkino es prefigurado y concebido como el de un mundo muy contemporáneo al de nosotros, con apremios acelerados y tráfico asfixiante en las grandes avenidas. Karl Rossman, el héroe temporal, está trabajando como ascensorista en el Hotel Occidental, y es despedido por el camarero mayor porque se ha ausentado unos pocos minutos de su servicio y justo cuando el ascensor a su cuidado ha sido solicitado por unos apresurados huéspedes. Posteriormente, cuando Karl logra escapar de la paliza con la que piensa despedirlo el portero mayor, se halla a sí mismo absuelto y bendecido por una bien soldada hilera de automóviles que transitan infinitamente por una carretera, transportando ciudadanos que le dan la bienvenida, también, en medio de sus apremios. Finalmente Karl, también, es acogido en su huida por ese par de bribones, Delamarche y Robinson, en el piso elevado de un edificio, cuyas escaleras que aquel ve ascender, sin fin, en medio de la oscuridad, reemplazan el ascenso a un anterior y ya desvanecido cielo.

Pero la historia con la que Kafka se gradúa de profeta de la temporalidad es “La Metamorfosis”, pues allí no solamente encuadra su imperio el transcurrir de las horas; sino que aparecen cómplices y aunados dos grandes propulsores del aceleramiento: su padre y su jefe. El insecto es aguijoneado de principio a fin por el recuerdo de un pasado fructífero que ahora es incapaz de honrar y por lo cual lo arrinconan en la oscuridad y en la intrascendencia donde, al fin, muere. El reloj ha ido abriéndose paso, atropellando la inutilidad de Gregorio, y las voces tanto de su jefe cuanto de su padre siempre han estado allí para hacerle recordar su sujeción al nuevo orden.

Como olvidar, en este breve recuento, a ese loco de “Harvard”, Quentin Compson, del “Sonido y la Furia” de William Faulkner, atormentado por un incesto que ansía pero que nunca llega a cometer para, al final, suicidarse, ahogando el martilleo perenne del sonido y del avance de las agujas del reloj que ha sido delegado desde su abuelo hacia él, por intermedio de su padre, y que en su mente afiebrada ha adquirido estilización.

Sin embargo, en el punto más álgido de esta lucha la divinidad es reemplazada limpiamente por la figura paternalista. Como en ese libro maravillosamente blasfémico, “La Costa de los Mosquitos” de Paul Theroux, donde un científico, visionariamente desquiciado, procura desterrar a Dios de la vida de su familia, y todo un profeta anti sistema pretende gobernarla y solucionarle sus limitaciones sin más ayuda que sus ocurrentes e ingeniosos inventos. Mr. Fox nos predica que la idea de Dios es inútil para solucionar las deficiencias de una realidad donde hay mucho que hacer y donde nada está terminado, por lo que la figura del padre no sólo representa una especie de mesías, sino sobretodo un reconstructor y reinventor de todo lo dejado a medias por su predecesor, un Dios ya impalpable. Vemos, así, al hombre en su papel de increpador, restableciendo la lógica y haciéndole recordar a Dios que los vericuetos del mundo requieren de un conocimiento que éste ha olvidado o siempre ha ignorado, como en el caso de Caín y el Señor, en la novela póstuma de José Saramago.

Hemos asistido, brevemente, a la lucha sin cuartel, a veces agazapada, a veces cómplice de la mente humana por sobreponerse a los excesos de la mente divina, hemos comprobado que en la literatura de los Griegos hasta en la de la Edad Media la pelea ha sido desinhibida en el sentido de mostrar a los dos opositores bajo ningún disfraz: Dios y el hombre sobre el tabladillo. Luego, con el Renacimiento hubo que contraponer la idea, la inventiva, y entonces se llevó a cabo una reyerta incrédula, desapasionada e intelectual. Con la sociedad industrial y posteriormente con la tecnología, la idea de dios ya no inquietaba mucho al hombre tanto como el procurarse la excelencia y el bienestar mediante el mejoramiento de su conciencia y de su realidad, entonces la idea de la divinidad fue reemplazada por un opresor más cercano, y con el cual debía seguirse en guardia, pues su poder no sólo era omnímodo sino cercano y real. Y como la inmortalidad había, ya sido, relegada, consecuentemente un nuevo régimen se instauraba, la de la temporalidad y ahora era turno del avance contrarreloj del hombre en clara oposición a sus imperfecciones.

LUIS ANTONIO VÁSQUEZ CORONEL

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